jueves, 21 de octubre de 2010

Amor a la Muerte

El reloj comenzó a sonar y dieron las 10:00 p.m. exactamente. Diana miraba fijamente a Doña Stela. Su miraba era una combinación de odio, pesar, lástima y amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera gritarle en silencio todo el dolor que llevaba adentro y la soldad que le carcomía el alma, pero simplemente soltó una pequeña risa.

- Irónico, no es verdad, esperando un momento, de esos que vemos tan lejanos, de esos que no queremos que llegue, pero antes anhelábamos otros momentos, algunos que fueran eternos – dijo Diana, soltando a la vez un risa suave pero fuerte a la vez.

- Nunca debió llegar a esto, todo esto es una locura – le replico Doña Stela.

- ¿Locura?, Locura es perder el amor dos veces. Déjeme decirle señora, que usted no sabe que es eso – le grito Diana en medio del desespero que sacaba a la luz su estado de paranoia.

- Usted me quito a lo que mas quería. Me quito a mi hijo – le replicó llorando Doña Stela.

Diana se paro de repente, comenzó a correr, a gritar, a romper cuanto objeto encontraba frente a ella. Empezó a golpear la pared hasta que sus manos sangraron, se volteó y se sentó en el suelo. Sus recuerdos comenzaron a florecer, esos recuerdos que la habían llevado al punto sin retorno en donde se encontraba, esperando que llegara la dama blanca, la muerte.

Sus recuerdos hicieron un paso fugaz por el día de su boda, su luna de miel y llegó a ese maldito día en el centro de su querida Bogotá. Esa mano entrelazada era parte de su piel así como el calor que emergía de ella, aún Diana lo sentía como propio.

Esa mano que iba caminando con ella esa tarde palideció cuando iban atravesando la Carrera Séptima cerca al Banco de la República, y pasó ese carro fantasma que le arrancó los sueños. Esos carros que pasan sin pensar en la realidad, sólo con el acelerador a fondo, sin pensar en vidas, sólo en un momento de adrenalina, o tal vez afán o tal vez poder. Esos autos cobardes que matan y huyen. Esos autos, como ese, que hicieron volar por los aires el cuerpo de su amado, cayendo con los brazos al reverso del alma y la casa ensangrentada. Esos carros que sin más ni más, la dejaron llena de amor hacia un cadáver.

Su recuerdos la llevaron al día del entierro de su recién esposo. Sus lágrimas se confundían con la lluvia que rociaba el ataúd de su amado, y ella aún preguntándose, el porque Dios le dejaba pasar por esa situación.

- ¡Yo lo amaba! – le gritó Diana, en medio de un llanto a Doña Stela. -¿Usted que sabe del perder un amor?, creer toda una eternidad feliz para un desgraciado sin control en un carro se lo lleve en un instante. ¡Dígame! ¿Qué sabe usted? – le gritó Diana. Doña Stela tan sólo pudo bajar la cabeza y comenzar a llorar.

El reloj marcó las 10:30 p.m. de la noche, la misma hora que meses atrás Diana conoció a Rubén. Esa noche ella estaba dispuesta a saltar de un puente de la Autopista Norte para unirse a su eterno amor, donde, según sus planes, caería e inconsciente un Transmilenio la mataría. Pero a esa hora, un hombre de apariencia agradable, sin más señas de galán que cualquier otro hombre común, le salvó la vida. Su nombre, Rubén. Un hombre que con su mirada, le hacía recordar a su esposo, lo que lo hacía aún mas atractivo a los ojos de Diana.

Rubén habló esa noche con ella, la calmó y después de ayudarla, intentó seguir su camino. A lo que Diana le dijo:

- ¿Nos podemos volver a ver? –

- Claro, mi celular es 310 205 8768, llámame a cualquier hora, voy a estar esperando tu llamada – le respondió Rubén, que vio en Diana a una mujer que gritaba amor en sus ojos.

Al día siguiente, Diana llamó a Rubén y se vieron esa noche, y la siguiente, y la siguiente a esa, y así, al conocerse uno al otro se enamoraron. Se enamoraron con ese amor de locura, que a los pocos meses decidieron casarse.

Esa fue la nueva perdición de Diana, el casarse por segunda vez. La cabeza de Diana estaba perdida entre mil pensamientos, cada día más confusa, pero su locura absoluta fueron las palabras de Rubén tres días antes de casarse.

- Amor, antes que nos casemos, tengo que contarte algo de mi que no sabes, y en verdad, se que entre nosotros no deben existir secretos – le dijo

- ¿Qué sucede? No me asustes – le contesto Diana extrañada.

- Es que… no se ni cómo decírtelo… hace tiempo, una tarde, mi hermano me había prestado su nuevo carro para dar una vuelta, la adrenalina se me subió a la cabeza y me fui como un loco por la calles. Cuando pasaba por la Séptima, frente al Banco de la República, atropellé a un hombre. El iba con alguien, una mujer. Yo sentí demasiado miedo, el carro no era mío, iba mucho más rápido de lo permitido. Fue tanto mi miedo que seguí de largo. La cabeza aún me da vueltas con esa imagen, de ese hombre volando encima del parabrisas. Yo creo que lo maté, y te juro que…

- No sólo lo mataste a él – lo interrumpió intempestivamente Diana – Me mataste a mi también. Mataste mis sueños, mi alegría de vivir, mi todo – le replicó. Rubén la miraba extrañado, no entendía sus palabras - ¡Esa mujer que vio como el amor de su vida voló por los aires y cayó con un bulto en el piso, era yo! – le gritó Diana.

Rubén se llevo las manos a la cabeza. La miraba y repetía una y otra vez: “no puede ser”.

- Lo más duro de todo esto Rubén, es que tú me diste la paz. Lo más duro de todo esto es que te amo – le dije Diana con más serenidad.

Rubén no sabía que decir. Diana lo miraba con extraña mezcla de odio y amor. No sabia que hacer. Los dos se fueron al apartamento de Diana, durante todo el trayecto no emitieron palabra alguna. Al llegar al apartamento, Rubén se fue a dormir. Diana se sentó frente a la ventana sin decir palabra alguna, como si su cabeza no estuviera con ella.

Después de un rato se levantó, fue a la cocina, cogió un cuchillo, se dirigió al cuarto y apuñaleo a Rubén sin piedad mientras dormía. Al ver el cuerpo de Rubén tirado en la cama lleno de sangre, salió de su ojo derecho una lágrima y se alejó despacio de el. Se dirigió a la cocina nuevamente, cogió un frasco de veneno para ratos y salió del apartamento.

A la media hora lleno a la casa de su suegra, Doña Stela. Diana llegó con los ojos llenos de lágrimas. Doña Stela le preguntó que le había pasado. Diana sólo atinó a decir que ya no se iba a casar con Rubén.

- Siga mijita, venga y se toma un tintico – le dijo Doña Stela.

- Gracias Doña Stela, pero déjeme yo lo preparo, es que me da pena ponerle problema – le contestó Diana.

Diana se dirigió a la cocina, preparó dos tintos y les aplico 10 gotas de veneno para rata a cada uno. Se dirigió a donde estaba Doña Stela y se lo dio a beber. Faltaban trece minutos para que fueran las diez de la noche.

- Cuénteme Mijita, porque ya no se va a casar con Rubencito – le dijo en voz amigable Doña Stela.

- Porque lo mate Doña Stela. Su hijo mató a mi primer esposo y supongo que usted lo sabía. Usted señora, acaba de tomar veneno para ratas en ese tinto. No se preocupe yo también lo tomé, porque sin amor, esta vida de mierda no vale la pena vivirla. Nos queda aproximadamente dos horas señora – concluyó Diana y todo quedó en silencio.

El latido de Doña Stela ya era débil, casi inexistente. Los llantos de Diana aún se escuchaban, aunque suaves, se escuchaban. El reloj dio las doce de la noche.

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